LA BIBLIA PRESENTA A JESUCRISTO COMO EL HIJO DE DIOS
Algunos escritores no tienen ninguna dificultad en reconocer que el Nuevo Testamento se refiere a Cristo con frecuencia como el hijo de Dios. Lo que muchos no reconocen sin embargo, es la fuerza con que la expresión «hijo de Dios» es usada con referencia a Cristo.
El testimonio de las Escrituras tocante al uso de la expresión «hijo de Dios» con referencia a Jesús no puede ser más claro. En la ocasión del bautismo del Señor, según el relato de Mateo, «… he aquí que los cielos fueron abiertos, y vio al Espíritu de Dios que descendía como paloma y venía sobre él. Y hubo una voz de los cielos que decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien he puesto mi complacencia»» (Mt. 3:16–17). Indudablemente la voz que fue escuchada por el bautizador fue la del Padre celestial quien se refiere a Jesús, llamándolo «mi Hijo, el amado». La misma expresión ocurre en Mateo 17:5, cuando en el monte de la Transfiguración el Padre habla de nuevo para decir: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia; a él oíd».
Es evidente que la expresión «mi Hijo amado», usada en Mateo 3:17 y 17:5, guarda una relación muy estrecha con el Salmo 2:7, donde Jehová dice: «Yo publicaré el decreto; Jehová me ha dicho: «Mi hijo eres Tú; Yo te he engendrado hoy.»» La referencia a Jesús en el Salmo 2:7 es confirmada por los escritores del Nuevo Testamento (véanse Hch. 13:33 y He. 1:5). El énfasis en dicha expresión tiene que ver con la relación especial entre Jesús y el Padre.
No sólo el Padre Celestial reconoce a Jesús como «el Hijo amado», sino que el mismo Satanás está consciente de esa relación. En Mateo 4:3, 6, el tentador dice a Jesús: «Si eres Hijo de Dios» (ei huios ei tou theou). Dicha expresión es una condicional simple con la que se reconoce la realidad de lo que se dice. De modo que Satanás reconoce el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios. Tal vez una mejor manera de expresar el sentido de la frase sería «ya que eres Hijo de Dios». Satanás está consciente de que Jesús sostiene una relación especial con el Padre Celestial, que le hace reconocerlo como Hijo de Dios.
Teólogos de persuasión liberal sostienen que Jesús nunca se refirió a sí mismo como el Hijo de Dios ni que tal concepto figuró en proclamación pública del Señor. Los eruditos contemporáneos, siguiendo a Rudolf Bultmann, afirman que la expresión «Hijo de Dios» usada con referencia a Cristo entró a formar parte del vocabulario cristiano en etapas. Primero, fue usada por la comunidad palestinense que a su vez la había copiado de la tradición judía. Luego pasó a formar parte de la predicación de la iglesia gentil helenística quien usa dicha expresión para referirse a la naturaleza de Cristo de la misma manera que la mitología griega concebía a sus titanes como seres mitad divinos y mitad humanos. Sin embargo, un examen de las Escrituras no muestra apoyo de clase alguna para tal concepto. Por el contrario, el Nuevo Testamento enseña que Jesús estaba consciente de Su relación con el Padre Celestial como Hijo de Dios.
La enseñanza incontrovertible del Nuevo Testamento es que el uso de la expresión «Hijo de Dios» con referencia a Jesús es un título de Su deidad. Jesús reconoció dicho título y lo aceptó como algo propio, perteneciente a Su Persona. Un ejemplo de esa aceptación se evidencia en la confesión hecha por Pedro en Cesarea de Filipo. La pregunta de Jesús a los discípulos fue: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?» (Mt. 16:13). Después que Pedro expresó las opiniones de los hombres, Jesús preguntó; «Y vosotros, ¿quién decís que soy Yo?» (Mt. 16:15). Pedro respondió a Jesús: «Tú eres el Cristo [el Mesías], el Hijo del Dios viviente» (Mt. 16:16). A raíz de esa confesión, Jesús dice a Pedro: «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt. 16:17). Una lectura imparcial y sin prejuicios del referido pasaje no deja lugar a dudas de que Jesús sí reconoció y aceptó su posición como Hijo de Dios. Jesús, además, declaró que el conocimiento de Su relación con el Padre era algo que podía ser comprendido por los hombres únicamente por revelación divina.
El apóstol Juan expresa que su propósito en escribir el evangelio que lleva su nombre es «… para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn. 20:31). Las palabras del apóstol Juan tienen un alcance teológico profundo. Jesús es el Mesías, es decir, el Ungido de Dios, pero es también el Hijo de Dios y el Salvador. En otro pasaje del mismo evangelio, Juan se refiere a Jesús como el Hijo Unigénito de Dios (Jn. 3:16). La palabra unigénito (monogene) significa, literalmente, «único en su clase y diferente a toda cosa creada». Jesús es Hijo de Dios en un sentido en que ningún otro ser puede serlo. Cristo, como Hijo de Dios, es de la misma sustancia que el Padre e igual al Padre en poder y gloria.
Un escritor ha expresado lo siguiente:
Cuando un pecador cree es engendrado de Dios, ese nacimiento tiene lugar. Pero el nacimiento de Cristo como Hijo de Dios nunca tuvo lugar. Es una realidad eterna. Cuando un pecador nace de nuevo se convierte en un hijo de Dios. Pero el Señor Jesús nunca comenzó a convertirse en hijo de Dios. Siempre lo fue. Debido a que el carácter único de Su nacimiento incluye Su relación eterna como Hijo con el Padre, Juan argumenta que El, debido a la eternidad de Su existencia, tiene que ser Dios.
La relación de Jesús con el Padre como Hijo Unigénito no tuvo comienzo, sino que es una relación eterna. En Su oración sumosacerdotal, Jesús dijo: «Ahora pues, Padre, glorifícame Tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese» (Jn. 17:5). De modo que Jesús confiesa haber tenido una íntima relación con el Padre, hasta el punto de compartir Su gloria, aun antes de la creación del universo.
Es evidente que los judíos contemporáneos de Jesús entendieron a cabalidad el significado de la expresión «Hijo de Dios», usada con referencia a Cristo. Por ejemplo, después de haber sanado a un hombre que hacía treinta y ocho años que estaba enfermo (Jn. 5:5), los judíos procuraban matar a Jesús. La razón principal de tal actitud, en principio, era porque el Señor había realizado la obra de sanidad en el día de reposo. Jesús se dirigió a sus compatriotas, diciéndoles: «Mi padre hasta ahora trabaja, y yo trabajo» (Jn. 5:17). Después de haber hecho tal declaración los judíos se enfurecieron contra Jesús aún más, y Juan, el evangelista, añade: «Por esto los judíos procuraban matarle, porque no sólo quebrantaba el día de reposo, sino que también decía que Dios era su propio Padre, haciéndose igual a Dios» (Jn. 5:18). Es decir, los judíos se ofendieron porque Jesús se refirió a Dios, llamándolo «mi Padre». Los judíos entendieron correctamente que al llamar a Dios «mi Padre», Jesús estaba haciéndose igual a Dios.
Que los israelitas entendieron las implicaciones de la afirmación de Cristo al llamarse «Hijo de Dios» es el testimonio incontrovertible del Nuevo Testamento. En el mismo evangelio según San Juan, se relata otro enfrentamiento entre Jesús y los judíos. En esta ocasión Cristo afirma: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn. 10:30). De nuevo los judíos se preparan para apedrear a Jesús. El Señor pregunta a los judíos: «¿Por cuáles obras me váis a apedrear?» Ellos respondieron: «… Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios» (Jn. 10:33).
Es patente, por lo tanto, que los contemporáneos de Jesús entendieron varias cosas que los teólogos modernos parecen no comprender: 1) Jesús sí se refirió a Sí mismo como el Hijo de Dios; 2) los judíos comprendieron las implicaciones de la declaración de Jesús y lo acusaron de blasfemia; y 3) la expresión Hijo de Dios usada con referencia a Cristo es un título que implica absoluta deidad. Tanto Jesús como Sus discípulos y los judíos que oyeron esa expresión entendieron claramente que la frase Hijo de Dios atribuida a Cristo es equivalente a ser Dios.
El apóstol Pablo, en su epístola a los romanos, presente a Cristo como el Hijo de Dios, enfatizando la relación especial de Jesús con el Padre. He aquí las palabras del apóstol:
Pablo, siervo de Jesucristo, llamado a ser apóstol apartado para el evangelio de Dios, que él había prometido antes por sus profetas en las santas Escrituras, acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que es del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos — (Ro. 1:1–4).
En este pasaje, Pablo presenta a Jesucristo como una Persona teantrópica. Es decir, como Dios quien ha tomado naturaleza humana. El evangelio, las buenas nuevas de salvación, es acerca del Hijo de Dios (Persona divina) quien era del linaje de David según la carne (naturaleza humana). Además, dice Pablo, que Jesús fue declarado Hijo de Dios con poder. Debe notarse que en cuanto a la carne, es decir, a Su naturaleza humana, Jesús «vino a ser» (genomenou) o «nació» de la simiente de David (ek spermatas Dauid). Así explica Pablo el origen de la humanidad de Jesús. Sin embargo, en lo que concierne a Su origen divino, Pablo dice que Jesús fue «declarado», «definido» o «designado» (horisthentos) Hijo de Dios. Nótese que Jesús no fue hecho Hijo de Dios a causa de la resurrección, sino que fue declarado Hijo de Dios. Es decir que la resurrección de Cristo es una poderosa confirmación de Su carácter como Hijo de Dios. En resumen, el argumento del apóstol Pablo no es que Jesús se convirtió en «Hijo de Dios» al resucitar de entre los muertos, sino que la resurrección de Cristo es una verificación y una manifestación de Su deidad. La resurrección de Jesucristo es la confirmación de que El es todo lo que dijo ser.
Los teólogos de la escuela liberal, al rechazar de antemano el testimonio de las Escrituras, concluyen que Jesús nunca tuvo conciencia de que era el Hijo de Dios. Según ellos, la iglesia primitiva engendró la tradición que aparece en las Escrituras del Nuevo Testamento. Dicen, además, que dicha tradición incorporó ciertas creencias de la mitología griega tal como la del theios aner u «hombre divino». De modo que, según estos teólogos, el título «Hijo de Dios» dado a Cristo en el Nuevo Testamento tiene raíces paganas y fue incorporado en el vocabulario de la iglesia con el fin de explicar a la sociedad de aquellos tiempos el mensaje tocante a Jesús.
Por supuesto que para llegar a esa conclusión los teólogos de la escuela liberal se ven obligados a despreciar el testimonio del Nuevo Testamento, particularmente el de los evangelios. Por ejemplo, Lucas 1:32 dice que Jesús sería «llamado Hijo del Altísimo»; en Lucas 2:49, Jesús, respondiendo a una pregunta de María dice: «¿No sabéis que yo debo estar en los asuntos de mi Padre?» Como se ha mencionado dos veces ya, el Padre celestial (Mt. 3:17; 17:5) se refiere a Cristo como «mi Hijo amado». Jesús se refiere a una relación íntima entre él y el Padre, cuando dice en Mateo 11:27: «Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre; y nadie conoce perfectamente al Hijo, sino el Padre, y ninguno conoce perfectamente al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo resuelva revelarlo» (R. V. 1977). Un escritor católico ha captado bien el concepto nuevotestamentario de «Hijo de Dios» con referencia a Cristo:
Los evangelistas, escribiendo en el período posterior a la resurrección tenían en mente el concepto de Hijo divino en el sentido estricto. Que el título «Hijo de Dios» está abierto al significado de Hijo divino en el sentido trascendental se hace patente de la manera en que Jesús llama a Dios no «nuestro Padre» sino «mi Padre». El concepto de la singularidad del Hijo es calificado a través de la idea de la relación de obediencia al Padre.
Si se acepta el testimonio del Nuevo Testamento como una fiel expresión de la revelación de Dios y si se acepta que los evangelistas escribieron las palabras de Jesús tal como el Espíritu Santo les ayudaba a recordar (Jn. 14:26; 16:12–15), no puede soslayarse el hecho de que Jesús es «el Hijo de Dios» en una forma única y como tal es uno con el Padre en esencia, en atributos y en gloria.
Carballosa, E. L. (1982). La deidad de Cristo (pp. 91–99). Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz.